sábado, 28 de marzo de 2020

Notas para Mati






En tiempos de COVID-19 Mati ha iniciado a soltar sílabas. Sus frutas favoritas son las de sabor ácido y  se lleva bien con los lácteos. Pero su verdadero amor está en las hojuelas del Honey Bunches. Intento recordar qué alimento estaba en mi top de niño y solo me llegan vagos pasajes con pan bañado en chocolate, mazapán de la Rosa y extravagancias que incluyen chamoy y chiles enlatados. Mati en su descubrimiento del lenguaje fija la mirada exactamente en la boca de las personas, sabe que ahí está el secreto. Por las noches, no siempre, leo un cuento en voz alta y lo descubro mirándome, le encanta el sonido: el-ave-vuela, la-noche-canta, los-faroles-iluminan. Cuando buscaba algún tipo de música para las noches (típica búsqueda: música para dormir bebes) en algún momento, en algún lugar, me topé con una canción: “Two Fish and Elephant” y fue definitivo. Desde ahí Mati y yo somos fans de Khruangbin al punto de tener discusiones nocturnas tipo Mati es hora de dormir no bailes con Khruangbin. Es la música que escuchamos antes de dormir, a veces nos quedamos mirando el techo sin decir palabras hasta que uno de los dos pierde y cierra los ojos primero. Es tan bella, relajante, dolce no dulce, tan no sé qué, que pierdo casi siempre cerrando los ojos. 

  

   







lunes, 23 de marzo de 2020



[…] Olvida tu tragedia personal. Todos estamos jodidos desde el principio y tú tienes que estar especialmente dañado hasta la chingada antes de poder escribir seriamente. Pero cuando estés así de lastimado, úsalo –no te engañes–. Ten esperanza como si fueras un científico –pero no pienses que nada tiene importancia porque realmente te está pasando a ti o a alguien a quien estimas–… Ya vez, Bo, no eres un personaje trágico. Ni yo lo soy. Sólo somos escritores y lo que deberíamos hacer es escribir. 

                Carta de Ernest Hemingway a Francis Scott Fitzgerald.

lunes, 25 de marzo de 2019

Puse un hechizo en ti (Fragmento)

                                                                                     JL QOZ.
                       
El teléfono de casa sonó a la una con veinte minutos de la madrugada. Encendí la luz de mi recámara y entorné los ojos con la perturbación que da la iluminación artificial una vez que se han adaptado a un ambiente oscuro. Lo último que pensé fue la posibilidad de que la llamada fuera dirigida a mí, sin embargo, me levanté porque uno tiene la premonición de que cuando llaman a esas horas es porque una mala noticia debe llegar. Giré el picaporte de la puerta y al salir logré ver la sombra de mi hermana subiendo por las escaleras:

-Es para ti –dijo, y detuvo el camino estirándome el teléfono.

En cuestión de un segundo repasé por mi mente los rostros de las personas cercanas que podían llamarme a aquella hora. No logré ver solo uno con nitidez.

- ¿Hola? –dicho esto un ligero temblor se apoderó de mí.

- Jorge, soy Rosaura. ¿Recuerdas que me fui a vivir a Acapulco? ¡No más! –Y una risilla sonó del otro lado de la bocina. Había un ligero murmullo de voces, supe que llamaba desde la terminal de autobuses cuando la voz jovial de una mujer informaba a los pasajeros con destino a Puebla que esperaran frente a la puerta dos.

-No recuerdo la dirección de tu casa, pensaba que...

Repetí dos veces el nombre de la calle. Y sólo antes de que ella colgara alcancé a gritarle:

-Cigarros. Traes cigarros.

Bajé a la sala a dejar el teléfono. En esos momentos sentí unas ganas enormes de tomar una cerveza, de fumar, de moverme. Padecí síntomas de deambulación errática durante los minutos de espera. Al regresar a mi recámara quise ponerme algo más apropiado a un short  y camiseta sin mangas pero un pensamiento y otro vencieron mi deseo.

Terminé de salir del letargo intentando ordenar un poco la recámara. Encendí la computadora y busqué sin éxito un cigarro entre los montones de papeles y libros del escritorio. Me pareció extraño que ella llamara. La sabía casada con un rudo tipo a quien me enfrenté alguna vez en un puente en uno de esos días en los que ella se escapaba para verme, de eso ya varios años atrás. El recuerdo más reciente era una llamada hacía más de un año donde le pedía claves de comunicación de la policía (ella trabajaba en el Centro de control, comando, comunicaciones y cómputo C4 del Estado) porque quería escribir un cuento policíaco donde al final, fiel a mi costumbre, terminé aventándolo al bote de la basura.

Después recordaba una fotografía suya en la playa, en Acapulco. Llevaba un traje de baño en falda y sujetador, atrás de ella se extendía el mar y el horizonte se definía con una delicada línea de cielo. La fotografía aún la conservaba en buen estado a pesar de los dos o tres besitos de polilla. Insistí en lo extraño de la visita que esperaba. Cada vez que escuchaba un motor en la calle significaba Flaca. Nunca llamé a Rosaura por su nombre, siempre fue la Flaca en el grupo de amigos de bachiller y en mi boca.

Un auto se detuvo afuera y la reconocí por la ventana. Vestía pantalones de mezclilla, chamarra de beisbolista y tenis rosas. Mochila más que maleta y una bolsa del Oxxo donde alcancé a ver unas latas de cerveza que festejé bastante. Bajé para abrirle y se rio de mis piernas. No hubo tanta zalamería en nuestro encuentro y por mi estaba bien. Sacó la cajetilla de cigarros y al encender uno dio un jalón largo que hasta yo lo disfruté. Se tendió en la cama y examinaba la habitación.

-¿Cuándo te piensas casar? –Se animó a preguntar, sin tener respuesta sino otra pregunta.

-¿Qué te trae por acá, Flaca?

-No me hagas hablar de eso ahora. Por qué no subimos a la azotea, aquí se encierra mucho el humo.

Enrollada en una cobija, yo a su lado, nos pasamos una hora entre recuerdas aquel día y éste otro, contemplándonos desde unos quince años atrás. Cuando sólo quedaban seis cigarros en la cajetilla bajamos a la habitación. Puso “High and Dry” de Radiohead en la computadora, y tomaba de sorbito en sorbito la última lata de cerveza. Un último cigarro en el cenicero soltaba una delgada línea de humo hasta el techo. La canción terminaba. No recuerdo la hora exacta en que me venció el sueño.





La luz de la mañana se nos coló por una rendija de la ventana. En casa no había nadie más que nosotros y nos vestimos para salir a desayunar. Durante el camino me pidió que la llevara donde Táchiro, un amigo en común del bachiller. Deambulamos buen rato buscando la casa, porque sabía que la colonia era San Rafael Norte, pero tenía años sin rodar aquellas rutas. Dimos con él y nos invitó una caguama de puro gusto.

-¡Cabrones! Y fingían no quererse, ¿no?

-Somos amigos, Táchiro. Me casé con Lenin. De hecho quise venir porque extrañaba esto. A Jorge, a ti, aquellos tiempos. ¿Me entiendes, no?

Táchiro sonrió y se metió a un cuarto de su casa (cuando la Flaca se refería a aquellos tiempos la traducción era fumar marihuana). Ella me tomó las manos en el patio. Pudimos vernos uno al otro después de, ¿cuántos años habían pasado exactamente?
Mantenía la belleza en los ojos, había cambiado, yo había cambiado; ya no era aquella mujer delgada tirándole a famélica de hace años. Su piel era tersa y sus caderas habían ensanchado, tenía unos gestos que me enternecían, sabía que la pasaba mal, pero no quiso hablar mucho del tema y tampoco insistí demasiado.

Fumaron ellos dos volviendo a recordar tiempos lejanos. Se escucharon las palabras: desmadre, hoyos funky, éramos, ojalá y Banda Bostik. Intentaron convidarme y me negué, alegando que me convertía en títere desde la primera jalada. Miré a la Flaca mirar al cielo. Me pregunté qué tanto puede cambiar una persona con el paso de los años. O será que siempre terminamos regresando a donde pertenecemos.

Circuló la segunda y una tercera caguama y después nos subimos al vocho del Táchiro y fuimos a dar la vuelta. Bajamos por más cerveza y cigarros y la Flaca ya no quiso tomar porque se iría a las cinco, recargó su cabeza en mi hombro y después besó mi mejilla.

-¿No habías dicho que no más Acapulco? –Le pregunté, un poco confuso, un poco mareado.

-Estaba molesta. Nos enojamos, nomás me salí para espantarlo. Tengo que regresar. –Me miró largamente y después agregó un gracias, tú siempre estás, de cualquier forma.

-Ya quédate con Quiroz. –Dijo Táchiro, soltando su estridente risa.

Regresamos a mi casa. La flaca se metió a bañar. Táchiro miró el desorden del escritorio y la pila de libros por varios lados del piso:

-¿Qué estás leyendo ahora mismo?

-Kawabata. A Kawabata. Después te paso algo –respondí, mientras miré que la Flaca salía del baño ya vestida.

Me sentía bastante borracho, y supongo que por lo mismo me sentí nostálgico al saber que la Flaca se iba. No quise hablar en el camino, pero terminaba riendo de vez en vez por los atinados chistes de Táchiro. La flaca encendió un cigarro más y cinco minutos antes de llegar a la estación de autobuses nos inundó un silencio a todos. Sólo en el estéreo del carro sonaba “I put a spell on you” de Creedence. Táchiro estacionó el carro, no quise bajarme porque me sentía borracho, así que ahí mismo nos despedimos, sin zalamería, como cuando nos reencontramos.

-¿Por qué viniste? –Le pregunté.

-Porque te extrañaba.

-¿Solamente? , ¿Por qué no te quedas?

La pregunta quedó durante algunos segundos en el aire. La flaca encendió otro cigarro y besó la mejilla de Táchiro como despedida, me miró largamente pero jamás intentó besarme en la boca. Jaló dos y tres veces más el cigarro:

-Jorge, tengo cinco meses de embarazo. Me regreso porque él tiene que ayudarme. Nomás lo quise espantar.

 La miré estoicamente. Aguanté las lágrimas, sabiendo que la vería bajar y alejarse entre la muchedumbre viajante, entre aquel pasado que nos unía, entre lo que ya no será. Me besó en la mejilla. Iba a darle una última jalada al cigarro cuando se lo arrebaté de la mano:

-Ya no fumes, Flaca. Ninguno más.

Azotó la puerta al bajar del bocho. Táchiro me preguntó si quería que me llevara a mi casa y le dije que mejor a la de él, para seguirla. Allá nos fuimos, recordando viejos tiempos. No disimulé mi dolor y me puse la peor borrachera del año. No disimulé. Tampoco al día siguiente, cuando escupí mi corazón por el excusado.





sábado, 16 de marzo de 2019

Nota al pie

                                                                             JL. Qoz                                             
En mi niñez y adolescencia viví momentos que emocionalmente me tocaron. Aunque hoy esté convencido de que no todos los momentos que uno ha pasado son motivo para escribir algo, creo que esa especie de sanación me llevó al papel.
En uno de los primeros cuentos que hice rememoro el día en que en la Comercial Mexicana nos detuvo la policía porque a uno de mis amigos en aquel tiempo, Alberto, se le ocurrió meterse un disco de Rammstein en los pantalones. De modo que el acto de escribir fue mi salida, la respuesta a las tantas preguntas/incomodidades del pasado.
No recuerdo cuándo decidí escribir cuentos pero pronto me di cuenta, como dice Cortazar, que en la literatura no bastan las buenas intenciones y es cierto, un par de mis textos publicados fue suficiente para ver desde afuera que tenía un montón de ellas. Aunque no publico nada, miento si digo que ya no escribo. Tengo libretas llenas de textos y esto y aquello. Lo que sí recuerdo es de las primeras lecturas que hice. Muchas de ellas me cautivaron, particularmente La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa. Quiero mucho esa novela. Recuerdo que pasé años sin leer otro libro de Vargas Llosa, según yo tenía temor de que ese otro libro no me gustara aunque pienso que el verdadero temor era que otro libro de él me gustara más que La ciudad y los perros. Tiempo después leí Cartas a un joven novelista y no me gustó cuando escribió que los libros de Burroughs no le interesaban y le aburrían o algo parecido. En ese momento estaba viajado con Yonkie y hasta la fecha, aunque tengo la mayoría de libros de Vargas Llosa, no he vuelto a leer ninguno. Mi relación con su obra es maravillosa.
En fin, a Mario Vargas Llosa le debo mi afición a comprar otro libro, a la búsqueda de historias, una tras otra. Yo no tuve una persona cercana que se sentara conmigo y me dijera este libro es bueno, léete esto o consigue este autor. Pienso que corrí con suerte para que La ciudad y los perros me llevara a alguna referencia incluida en el propio libro y ese otro a otro más...
Hace seis meses nació Mati, mi hijo, y es precipitado pero me ocupa saber si la lectura le va a apasionar tanto como a mi. Tal vez y si decida escribir sea mucho mejor que su padre, caso inverso en el futbol que los grandes jugadores tuvieron hijos malitos en la práctica. Precipitado, insisto. Por lo pronto, cada que damos un paseo en su carriola lo llevo escuchando los poemas en voz de sus autores de "DescargaCultura.Unam". Y Julián Herbert, Valeria Luiselli, Enrique Serna, Francisco Segovia, entre tantos, pasean con nosotros. Mati mueve la cabeza hacia los lados buscando quién le llama pero disfruta la lectura porque balbucea y hasta grita queriendo responder. Hemos escuchado la gran mayoría de autores del canal con excepción de la lectura de Mario Vargas Llosa, no sea que me vaya a gustar mas que La ciudad y los perros o que Mati llore en esa lectura, algo. De verdad tengo una gran relación con ese autor. 

lunes, 11 de marzo de 2019

La ciudad y las cruces o el día en que vendimos la memoria.



                                                                                                          JL. Qoz.

Papá dejó una carpintería que ahorita está convertida en una cochera. En algún tiempo utilizamos el espacio para rentarlo como estacionamiento. Empujamos las pesadas maquinas del taller de forma que quedaran pegadas a la pared y las cubrimos con largas lonas. Nos fue bien aquel verano. Después perdimos el espíritu emprendedor y solo quedó arrumbada la vieja pick up donde transportábamos los muebles recién fabricados. Sigo creyendo que el fantasma de mi padre es un travieso ebanista que se pasea entre el aserrín que nadie ha recogido y las maquinas de colmillos enormes que me asustaban de pequeño. También creo verlo. Hay días en que miro su rostro hasta en las tablas de los libreros que ya no hizo.

Recuerdo que de niños jugábamos a los penales. Metía a mis amigos e improvisábamos una portería en el taller, con dos tablas, y juntábamos el aserrín hasta formar un colchón donde el que la hacía de portero lucía su elasticidad en importantes lances. El taller era muy grande. Y papá no decía nada. Tirábamos el bote de clavos, el resistol, golpeábamos las máquinas y no decía nada. Nunca decía nada. ¡Cómo se extraña al viejo!

“Que si no sabré yo. Nosotros fuimos de los primeros en poblar esta zona. En esta colonia se entraba por dos calles. Era muy pequeña. Si la mirabas desde aquella carretera que queda allá arriba, en medio del cerro, la podías ver en forma de una letra C. Y todas estas casas en que vivimos quedaban frente a un vetusto edificio de tres pisos que luego demolieron. Muchas familias vivían ahí. Y por las noches se miraba de todo. Intenta imaginarlo. De todo, te digo.”   

En la secundaria quería ser La ciudad y los perros de Vargas Llosa. Papá no era un intelectual y mamá tampoco. Pero ella contaba que cuando las familias del vetusto edificio se mudaban hacia el nuevo vecindario, algún vecino sacó los montones de libros en cajas de cartón a la calle, como basura, y papá los guardó todos. Eran libros viejos. A algunos se les caían las hojas con solo acariciar la página. Otros habían sido mojados. Pero todos los guardó e improvisó un enorme librero en pleno taller. Tres tabiques en un extremo, tres en otro y encima una tabla que resiste todavía tantísimo peso. Ahí leí mi primera novela.  

Quería ser La ciudad y los perros de Vargas Llosa porque en mi había un Alberto, un Jaguar, un Esclavo. Pero también tenía una Teresa. La miraba a diario en la escuela. Y se llamaba Nayeli. Nos sentábamos juntos en aquellas mesitas de dos, y cruzábamos los pies, su pie izquierdo con mi pie derecho y los mecíamos muchos minutos y muchas horas y nada aprendimos de aquella señora que señalaba el pizarrón con una reglita. Quería ser una novela porque quería con todas esas palabras armar una carta a Nayeli, mi Teresa. 

“La carpintería fue otra escuela para ustedes. Ahí aprendieron bastante. Fue la biblioteca que nunca pisaron. Y Borrego, Polilla, y tú, buscaban sus historias entre las torres de libros y yo pienso que las encontraban. Parecía que tenían prisa por crecer. Pasaban el día sentados, leyendo. Me acuerdo que tú elegías el libro por la portada. Te emocionaban mucho las portadas. ¿A poco no sientes nostalgia cuando miras al perro enseñando las fauces en ese libro que te gusta tanto?”

Cuando llegaba de la escuela me dirigía a la carpintería. Algunos días iba con el Borrego y la Polilla, que eran mis inseparables amigos. Y en la colonia nos decían los Gambitos. Nos sentábamos a jugar a que éramos personajes de novelas. Yo quería ser Alberto, el del libro, y quería venderles novelitas o cartas para las novias a mis compañeros. Entonces las escribía pero me daba pena que las leyeran y corría a enterrarlas. En la carpintería de papá están todas. El piso del taller es de tierra solo que disimula la alfombra de aserrín que nadie ha recogido. Y en el fondo de esa tierra están todas las cartas que escribía cuando iba en secundaria. El piso es de letras. Me duele el pecho cuando mi madre dice que piensa vender la casa.

Cuando entramos al taller, al abrir el portón de maderas horizontales, negras por los brochazos de aceite quemado, suena un rechinido delicado como si fuera el bufido de una cría de bisonte. 

“No se parece nada. Que si no sabré yo. Cuando entrabas había tablas por ambos lados: que aquí las talladas, aquí las de grabado y acá las de ensamble. Casi se formaba un cuadrilátero con ellas. Las maquinas estaban aquí. ¿Recuerdas el altar que tenía tu padre con las cruces de todos aquellos que amó? Siento nostalgia por eso. Por ver bailar las llamas de las veladoras. Que carpintería tan peculiar fue alguna vez. Veo en aquella mesa los serruchos, la escofina, el atornillador, ¿me dejarás todo esto?”  

Desde que papá no está la locura nos abraza. Los primeros días mamá escuchaba ruidos en el taller y decía que alguien estaba usando la garlopa. Y pasaban los días y escuchaba otros ruidos, otras maquinas, otro canto. A mí me despiertan los sueños. Suelen ser intensos. Cuando papá iba por mí a la primaria nos regresábamos corriendo, jugábamos a las carreras y casi siempre se dejaba ganar. Y cuando sueño evoco esos momentos pero papá corre tan rápido que no puedo alcanzarlo, comienzo a desconocer el rumbo y me angustio mucho y de pronto caigo de rodillas llevando las manos a mi rostro para llorar asustado. Despierto.

Al principio le pedí a mi madre que no vendiéramos la casa. Le dije que podíamos cambiarla completamente. Modificar todo, quitar la carpintería, incluso. Pero pronto me di cuenta que también deseaba lo mismo. Nació en mí la urgencia de vivir en un lugar lejano, que no conociera. También tuve la idea de escribir algo antes de irme de esta casa. Como cuando soñaba en secundaria con que me dijeran “poeta”, como el de la novela. Quería que me dijeran poeta pero quería escribir un cuento. Prácticamente lo tengo, me decía, cada que me sentaba a escribir. Y sin embargo, no mentía, lo tenía solo que no podía tejerlo con palabras. En este momento me pasa lo mismo, creo que sé qué quiero escribir, qué quiero dejar en los rincones de esta casa, de la carpintería que ahora es una cochera. Y como cuando iba en secundaria, no sabía si iba a tener lectores pero yo tenía un lector imaginario: Nayeli. Ahora no estoy seguro de que sea ella pero sé qué quiero escribir.

“Qué bonito espacio. Fácil caben seis carros bien acomodados. ¿Te llevarás los libros? Cómo fue creciendo esta torre. Debo conservar todavía algunos ejemplares que me llevé. ¿Qué será del escritor aquel que los dejó en la calle? Por supuesto que era escritor. Yo hablé con él un par de veces. Estos libros no los quiso porque tenía la manía de mantener las ediciones nuevas. ¿En serio me dejas la carpintería como está?”

Mi tristeza es un mueble con marquetería de flores donde guardo el álbum de fotos familiar. Papá sale sonriente en cada una de ellas. Llevaba un festival en el alma, encima del semblante serio. Envuelvo el álbum y lo ato con un pedazo de cordón de lino. No será ahora cuando me engulla ese fantasma. Empapelo el mueble también. Estamos vaciando la casa. Hay objetos que no nos llevaremos. Decidimos mudarnos de noche, como rateros, dice mi madre. Quizá se trate de un mecanismo de defensa. Pienso que es difícil ver de día lo que dejamos. En la noche no porque las sombras. 

Es una comezón en mi mano izquierda lo que empieza a inquietarme. La sensación de un piquete de mosquito perdura unos segundos y, pareciera, la comezón comienza a expandirse por diferentes puntos de la mano: el pulgar, un nudillo, la yema de un dedo. Intento calmar el síntoma colocando un bote de metal frío en el lugar de la comezón. Refresca pero en instantes vuelve la empeñosa punzada. Muchas imágenes se aglomeran en mi cabeza. Cruzan raudas frente a mis ojos. A veces creo que el hormigueo ha traspasado mi piel y se focaliza dentro de mi vena. Corre con mi sangre. Por todo el brazo y los hombros y el torso hasta llegar a mi pecho. Veo a Nayeli. La niña que mece el pie conmigo y vive un taciturno romance de secundaria. No hay besos ni abrazos pero nos estamos queriendo frente a la maestra. Llega el momento de querer escribir. Siento que me convierto en La ciudad y los perros. Soy todos los personajes del libro. Dejo las cosas sin envolver y corro al taller de papá. Bajo tres o cuatro escalones de un brinco. Busco el apagador. No obtengo luz pero salgo a la calle, a la noche fría que nos convierte en sombras. Busco la llave del taller de papá. Introduzco dos que no eran antes de poder escuchar el bufido de la cría del bisonte. Camino levantando los rizos de aserrín, camino encima de las cartas que nunca entregué. La comezón está en mi brazo y no cesará hasta que no tome un papel y me convierta en Alberto, el poeta, el de la ciudad… Aquella ciudad. 

Prácticamente lo tengo, me digo. No miento. Tengo la historia que quiero escribir y solo debo encontrar las palabras. Corro a la torre de libros de la carpintería. Saco uno y leo cualquier hoja. Ninguna imagen me sirve. Saco otro, abro y lo dejo caer al suelo. Otro. Nada. Otro. Tampoco me sirve. Tiro la torre. Escucho como si alguien usara la garlopa. Camino por el borde del taller hasta la mesa de las herramientas y ahí, parado frente a la mesa, con la espalda empapada de sudor, don Jacobo, el nuevo dueño de la casa. Sostiene un serrucho y corta cuidadoso una madera. Camino sin disimulo hasta situarme frente a su espalda. Me escucha, deja de cortar y al girar para ponerse frente a mi descubro sus ojos rojos, explotando de lagrimas.

“No puedo… Algo me… Discúlpame… No puedo. Es que siento que tu padre permanece vivo en la madera”. 

Nos abrazamos. Palmeo su espalda diciendo lo siento, como si a él se le hubiera muerto el padre. Siento que la picazón que me agobiaba se traslada lentamente a el por medio del abrazo. Le pertenece ahora: es de quien habita el recuerdo. Miro hacia el altar. De pronto tengo presente la imagen de mi padre rezándole a todos aquellos que alguna vez amó. Estoy con don Jacobo en medio de la carpintería, de nuestro mundo, de nuestra propia novela. En medio de nuestra ciudad y nuestras cruces. Mañana, si Dios quiere, habremos vendido la memoria. Me gustaría decir que para siempre.