lunes, 25 de marzo de 2019

Puse un hechizo en ti (Fragmento)

                                                                                     JL QOZ.
                       
El teléfono de casa sonó a la una con veinte minutos de la madrugada. Encendí la luz de mi recámara y entorné los ojos con la perturbación que da la iluminación artificial una vez que se han adaptado a un ambiente oscuro. Lo último que pensé fue la posibilidad de que la llamada fuera dirigida a mí, sin embargo, me levanté porque uno tiene la premonición de que cuando llaman a esas horas es porque una mala noticia debe llegar. Giré el picaporte de la puerta y al salir logré ver la sombra de mi hermana subiendo por las escaleras:

-Es para ti –dijo, y detuvo el camino estirándome el teléfono.

En cuestión de un segundo repasé por mi mente los rostros de las personas cercanas que podían llamarme a aquella hora. No logré ver solo uno con nitidez.

- ¿Hola? –dicho esto un ligero temblor se apoderó de mí.

- Jorge, soy Rosaura. ¿Recuerdas que me fui a vivir a Acapulco? ¡No más! –Y una risilla sonó del otro lado de la bocina. Había un ligero murmullo de voces, supe que llamaba desde la terminal de autobuses cuando la voz jovial de una mujer informaba a los pasajeros con destino a Puebla que esperaran frente a la puerta dos.

-No recuerdo la dirección de tu casa, pensaba que...

Repetí dos veces el nombre de la calle. Y sólo antes de que ella colgara alcancé a gritarle:

-Cigarros. Traes cigarros.

Bajé a la sala a dejar el teléfono. En esos momentos sentí unas ganas enormes de tomar una cerveza, de fumar, de moverme. Padecí síntomas de deambulación errática durante los minutos de espera. Al regresar a mi recámara quise ponerme algo más apropiado a un short  y camiseta sin mangas pero un pensamiento y otro vencieron mi deseo.

Terminé de salir del letargo intentando ordenar un poco la recámara. Encendí la computadora y busqué sin éxito un cigarro entre los montones de papeles y libros del escritorio. Me pareció extraño que ella llamara. La sabía casada con un rudo tipo a quien me enfrenté alguna vez en un puente en uno de esos días en los que ella se escapaba para verme, de eso ya varios años atrás. El recuerdo más reciente era una llamada hacía más de un año donde le pedía claves de comunicación de la policía (ella trabajaba en el Centro de control, comando, comunicaciones y cómputo C4 del Estado) porque quería escribir un cuento policíaco donde al final, fiel a mi costumbre, terminé aventándolo al bote de la basura.

Después recordaba una fotografía suya en la playa, en Acapulco. Llevaba un traje de baño en falda y sujetador, atrás de ella se extendía el mar y el horizonte se definía con una delicada línea de cielo. La fotografía aún la conservaba en buen estado a pesar de los dos o tres besitos de polilla. Insistí en lo extraño de la visita que esperaba. Cada vez que escuchaba un motor en la calle significaba Flaca. Nunca llamé a Rosaura por su nombre, siempre fue la Flaca en el grupo de amigos de bachiller y en mi boca.

Un auto se detuvo afuera y la reconocí por la ventana. Vestía pantalones de mezclilla, chamarra de beisbolista y tenis rosas. Mochila más que maleta y una bolsa del Oxxo donde alcancé a ver unas latas de cerveza que festejé bastante. Bajé para abrirle y se rio de mis piernas. No hubo tanta zalamería en nuestro encuentro y por mi estaba bien. Sacó la cajetilla de cigarros y al encender uno dio un jalón largo que hasta yo lo disfruté. Se tendió en la cama y examinaba la habitación.

-¿Cuándo te piensas casar? –Se animó a preguntar, sin tener respuesta sino otra pregunta.

-¿Qué te trae por acá, Flaca?

-No me hagas hablar de eso ahora. Por qué no subimos a la azotea, aquí se encierra mucho el humo.

Enrollada en una cobija, yo a su lado, nos pasamos una hora entre recuerdas aquel día y éste otro, contemplándonos desde unos quince años atrás. Cuando sólo quedaban seis cigarros en la cajetilla bajamos a la habitación. Puso “High and Dry” de Radiohead en la computadora, y tomaba de sorbito en sorbito la última lata de cerveza. Un último cigarro en el cenicero soltaba una delgada línea de humo hasta el techo. La canción terminaba. No recuerdo la hora exacta en que me venció el sueño.





La luz de la mañana se nos coló por una rendija de la ventana. En casa no había nadie más que nosotros y nos vestimos para salir a desayunar. Durante el camino me pidió que la llevara donde Táchiro, un amigo en común del bachiller. Deambulamos buen rato buscando la casa, porque sabía que la colonia era San Rafael Norte, pero tenía años sin rodar aquellas rutas. Dimos con él y nos invitó una caguama de puro gusto.

-¡Cabrones! Y fingían no quererse, ¿no?

-Somos amigos, Táchiro. Me casé con Lenin. De hecho quise venir porque extrañaba esto. A Jorge, a ti, aquellos tiempos. ¿Me entiendes, no?

Táchiro sonrió y se metió a un cuarto de su casa (cuando la Flaca se refería a aquellos tiempos la traducción era fumar marihuana). Ella me tomó las manos en el patio. Pudimos vernos uno al otro después de, ¿cuántos años habían pasado exactamente?
Mantenía la belleza en los ojos, había cambiado, yo había cambiado; ya no era aquella mujer delgada tirándole a famélica de hace años. Su piel era tersa y sus caderas habían ensanchado, tenía unos gestos que me enternecían, sabía que la pasaba mal, pero no quiso hablar mucho del tema y tampoco insistí demasiado.

Fumaron ellos dos volviendo a recordar tiempos lejanos. Se escucharon las palabras: desmadre, hoyos funky, éramos, ojalá y Banda Bostik. Intentaron convidarme y me negué, alegando que me convertía en títere desde la primera jalada. Miré a la Flaca mirar al cielo. Me pregunté qué tanto puede cambiar una persona con el paso de los años. O será que siempre terminamos regresando a donde pertenecemos.

Circuló la segunda y una tercera caguama y después nos subimos al vocho del Táchiro y fuimos a dar la vuelta. Bajamos por más cerveza y cigarros y la Flaca ya no quiso tomar porque se iría a las cinco, recargó su cabeza en mi hombro y después besó mi mejilla.

-¿No habías dicho que no más Acapulco? –Le pregunté, un poco confuso, un poco mareado.

-Estaba molesta. Nos enojamos, nomás me salí para espantarlo. Tengo que regresar. –Me miró largamente y después agregó un gracias, tú siempre estás, de cualquier forma.

-Ya quédate con Quiroz. –Dijo Táchiro, soltando su estridente risa.

Regresamos a mi casa. La flaca se metió a bañar. Táchiro miró el desorden del escritorio y la pila de libros por varios lados del piso:

-¿Qué estás leyendo ahora mismo?

-Kawabata. A Kawabata. Después te paso algo –respondí, mientras miré que la Flaca salía del baño ya vestida.

Me sentía bastante borracho, y supongo que por lo mismo me sentí nostálgico al saber que la Flaca se iba. No quise hablar en el camino, pero terminaba riendo de vez en vez por los atinados chistes de Táchiro. La flaca encendió un cigarro más y cinco minutos antes de llegar a la estación de autobuses nos inundó un silencio a todos. Sólo en el estéreo del carro sonaba “I put a spell on you” de Creedence. Táchiro estacionó el carro, no quise bajarme porque me sentía borracho, así que ahí mismo nos despedimos, sin zalamería, como cuando nos reencontramos.

-¿Por qué viniste? –Le pregunté.

-Porque te extrañaba.

-¿Solamente? , ¿Por qué no te quedas?

La pregunta quedó durante algunos segundos en el aire. La flaca encendió otro cigarro y besó la mejilla de Táchiro como despedida, me miró largamente pero jamás intentó besarme en la boca. Jaló dos y tres veces más el cigarro:

-Jorge, tengo cinco meses de embarazo. Me regreso porque él tiene que ayudarme. Nomás lo quise espantar.

 La miré estoicamente. Aguanté las lágrimas, sabiendo que la vería bajar y alejarse entre la muchedumbre viajante, entre aquel pasado que nos unía, entre lo que ya no será. Me besó en la mejilla. Iba a darle una última jalada al cigarro cuando se lo arrebaté de la mano:

-Ya no fumes, Flaca. Ninguno más.

Azotó la puerta al bajar del bocho. Táchiro me preguntó si quería que me llevara a mi casa y le dije que mejor a la de él, para seguirla. Allá nos fuimos, recordando viejos tiempos. No disimulé mi dolor y me puse la peor borrachera del año. No disimulé. Tampoco al día siguiente, cuando escupí mi corazón por el excusado.





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