JL. Qoz.
Papá dejó una carpintería que ahorita está convertida en una cochera. En algún tiempo utilizamos el espacio para rentarlo como estacionamiento. Empujamos las pesadas maquinas del taller de forma que quedaran pegadas a la pared y las cubrimos con largas lonas. Nos fue bien aquel verano. Después perdimos el espíritu emprendedor y solo quedó arrumbada la vieja pick up donde transportábamos los muebles recién fabricados. Sigo creyendo que el fantasma de mi padre es un travieso ebanista que se pasea entre el aserrín que nadie ha recogido y las maquinas de colmillos enormes que me asustaban de pequeño. También creo verlo. Hay días en que miro su rostro hasta en las tablas de los libreros que ya no hizo.
Recuerdo que de niños jugábamos a los penales. Metía a mis amigos e improvisábamos una portería en el taller, con dos tablas, y juntábamos el aserrín hasta formar un colchón donde el que la hacía de portero lucía su elasticidad en importantes lances. El taller era muy grande. Y papá no decía nada. Tirábamos el bote de clavos, el resistol, golpeábamos las máquinas y no decía nada. Nunca decía nada. ¡Cómo se extraña al viejo!
“Que si no sabré yo. Nosotros fuimos de los primeros en poblar esta zona. En esta colonia se entraba por dos calles. Era muy pequeña. Si la mirabas desde aquella carretera que queda allá arriba, en medio del cerro, la podías ver en forma de una letra C. Y todas estas casas en que vivimos quedaban frente a un vetusto edificio de tres pisos que luego demolieron. Muchas familias vivían ahí. Y por las noches se miraba de todo. Intenta imaginarlo. De todo, te digo.”
En la secundaria quería ser La ciudad y los perros de Vargas Llosa. Papá no era un intelectual y mamá tampoco. Pero ella contaba que cuando las familias del vetusto edificio se mudaban hacia el nuevo vecindario, algún vecino sacó los montones de libros en cajas de cartón a la calle, como basura, y papá los guardó todos. Eran libros viejos. A algunos se les caían las hojas con solo acariciar la página. Otros habían sido mojados. Pero todos los guardó e improvisó un enorme librero en pleno taller. Tres tabiques en un extremo, tres en otro y encima una tabla que resiste todavía tantísimo peso. Ahí leí mi primera novela.
Quería ser La ciudad y los perros de Vargas Llosa porque en mi había un Alberto, un Jaguar, un Esclavo. Pero también tenía una Teresa. La miraba a diario en la escuela. Y se llamaba Nayeli. Nos sentábamos juntos en aquellas mesitas de dos, y cruzábamos los pies, su pie izquierdo con mi pie derecho y los mecíamos muchos minutos y muchas horas y nada aprendimos de aquella señora que señalaba el pizarrón con una reglita. Quería ser una novela porque quería con todas esas palabras armar una carta a Nayeli, mi Teresa.
“La carpintería fue otra escuela para ustedes. Ahí aprendieron bastante. Fue la biblioteca que nunca pisaron. Y Borrego, Polilla, y tú, buscaban sus historias entre las torres de libros y yo pienso que las encontraban. Parecía que tenían prisa por crecer. Pasaban el día sentados, leyendo. Me acuerdo que tú elegías el libro por la portada. Te emocionaban mucho las portadas. ¿A poco no sientes nostalgia cuando miras al perro enseñando las fauces en ese libro que te gusta tanto?”
Cuando llegaba de la escuela me dirigía a la carpintería. Algunos días iba con el Borrego y la Polilla, que eran mis inseparables amigos. Y en la colonia nos decían los Gambitos. Nos sentábamos a jugar a que éramos personajes de novelas. Yo quería ser Alberto, el del libro, y quería venderles novelitas o cartas para las novias a mis compañeros. Entonces las escribía pero me daba pena que las leyeran y corría a enterrarlas. En la carpintería de papá están todas. El piso del taller es de tierra solo que disimula la alfombra de aserrín que nadie ha recogido. Y en el fondo de esa tierra están todas las cartas que escribía cuando iba en secundaria. El piso es de letras. Me duele el pecho cuando mi madre dice que piensa vender la casa.
Cuando entramos al taller, al abrir el portón de maderas horizontales, negras por los brochazos de aceite quemado, suena un rechinido delicado como si fuera el bufido de una cría de bisonte.
“No se parece nada. Que si no sabré yo. Cuando entrabas había tablas por ambos lados: que aquí las talladas, aquí las de grabado y acá las de ensamble. Casi se formaba un cuadrilátero con ellas. Las maquinas estaban aquí. ¿Recuerdas el altar que tenía tu padre con las cruces de todos aquellos que amó? Siento nostalgia por eso. Por ver bailar las llamas de las veladoras. Que carpintería tan peculiar fue alguna vez. Veo en aquella mesa los serruchos, la escofina, el atornillador, ¿me dejarás todo esto?”
Desde que papá no está la locura nos abraza. Los primeros días mamá escuchaba ruidos en el taller y decía que alguien estaba usando la garlopa. Y pasaban los días y escuchaba otros ruidos, otras maquinas, otro canto. A mí me despiertan los sueños. Suelen ser intensos. Cuando papá iba por mí a la primaria nos regresábamos corriendo, jugábamos a las carreras y casi siempre se dejaba ganar. Y cuando sueño evoco esos momentos pero papá corre tan rápido que no puedo alcanzarlo, comienzo a desconocer el rumbo y me angustio mucho y de pronto caigo de rodillas llevando las manos a mi rostro para llorar asustado. Despierto.
Al principio le pedí a mi madre que no vendiéramos la casa. Le dije que podíamos cambiarla completamente. Modificar todo, quitar la carpintería, incluso. Pero pronto me di cuenta que también deseaba lo mismo. Nació en mí la urgencia de vivir en un lugar lejano, que no conociera. También tuve la idea de escribir algo antes de irme de esta casa. Como cuando soñaba en secundaria con que me dijeran “poeta”, como el de la novela. Quería que me dijeran poeta pero quería escribir un cuento. Prácticamente lo tengo, me decía, cada que me sentaba a escribir. Y sin embargo, no mentía, lo tenía solo que no podía tejerlo con palabras. En este momento me pasa lo mismo, creo que sé qué quiero escribir, qué quiero dejar en los rincones de esta casa, de la carpintería que ahora es una cochera. Y como cuando iba en secundaria, no sabía si iba a tener lectores pero yo tenía un lector imaginario: Nayeli. Ahora no estoy seguro de que sea ella pero sé qué quiero escribir.
“Qué bonito espacio. Fácil caben seis carros bien acomodados. ¿Te llevarás los libros? Cómo fue creciendo esta torre. Debo conservar todavía algunos ejemplares que me llevé. ¿Qué será del escritor aquel que los dejó en la calle? Por supuesto que era escritor. Yo hablé con él un par de veces. Estos libros no los quiso porque tenía la manía de mantener las ediciones nuevas. ¿En serio me dejas la carpintería como está?”
Mi tristeza es un mueble con marquetería de flores donde guardo el álbum de fotos familiar. Papá sale sonriente en cada una de ellas. Llevaba un festival en el alma, encima del semblante serio. Envuelvo el álbum y lo ato con un pedazo de cordón de lino. No será ahora cuando me engulla ese fantasma. Empapelo el mueble también. Estamos vaciando la casa. Hay objetos que no nos llevaremos. Decidimos mudarnos de noche, como rateros, dice mi madre. Quizá se trate de un mecanismo de defensa. Pienso que es difícil ver de día lo que dejamos. En la noche no porque las sombras.
Es una comezón en mi mano izquierda lo que empieza a inquietarme. La sensación de un piquete de mosquito perdura unos segundos y, pareciera, la comezón comienza a expandirse por diferentes puntos de la mano: el pulgar, un nudillo, la yema de un dedo. Intento calmar el síntoma colocando un bote de metal frío en el lugar de la comezón. Refresca pero en instantes vuelve la empeñosa punzada. Muchas imágenes se aglomeran en mi cabeza. Cruzan raudas frente a mis ojos. A veces creo que el hormigueo ha traspasado mi piel y se focaliza dentro de mi vena. Corre con mi sangre. Por todo el brazo y los hombros y el torso hasta llegar a mi pecho. Veo a Nayeli. La niña que mece el pie conmigo y vive un taciturno romance de secundaria. No hay besos ni abrazos pero nos estamos queriendo frente a la maestra. Llega el momento de querer escribir. Siento que me convierto en La ciudad y los perros. Soy todos los personajes del libro. Dejo las cosas sin envolver y corro al taller de papá. Bajo tres o cuatro escalones de un brinco. Busco el apagador. No obtengo luz pero salgo a la calle, a la noche fría que nos convierte en sombras. Busco la llave del taller de papá. Introduzco dos que no eran antes de poder escuchar el bufido de la cría del bisonte. Camino levantando los rizos de aserrín, camino encima de las cartas que nunca entregué. La comezón está en mi brazo y no cesará hasta que no tome un papel y me convierta en Alberto, el poeta, el de la ciudad… Aquella ciudad.
Prácticamente lo tengo, me digo. No miento. Tengo la historia que quiero escribir y solo debo encontrar las palabras. Corro a la torre de libros de la carpintería. Saco uno y leo cualquier hoja. Ninguna imagen me sirve. Saco otro, abro y lo dejo caer al suelo. Otro. Nada. Otro. Tampoco me sirve. Tiro la torre. Escucho como si alguien usara la garlopa. Camino por el borde del taller hasta la mesa de las herramientas y ahí, parado frente a la mesa, con la espalda empapada de sudor, don Jacobo, el nuevo dueño de la casa. Sostiene un serrucho y corta cuidadoso una madera. Camino sin disimulo hasta situarme frente a su espalda. Me escucha, deja de cortar y al girar para ponerse frente a mi descubro sus ojos rojos, explotando de lagrimas.
“No puedo… Algo me… Discúlpame… No puedo. Es que siento que tu padre permanece vivo en la madera”.
Nos abrazamos. Palmeo su espalda diciendo lo siento, como si a él se le hubiera muerto el padre. Siento que la picazón que me agobiaba se traslada lentamente a el por medio del abrazo. Le pertenece ahora: es de quien habita el recuerdo. Miro hacia el altar. De pronto tengo presente la imagen de mi padre rezándole a todos aquellos que alguna vez amó. Estoy con don Jacobo en medio de la carpintería, de nuestro mundo, de nuestra propia novela. En medio de nuestra ciudad y nuestras cruces. Mañana, si Dios quiere, habremos vendido la memoria. Me gustaría decir que para siempre.
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